lunes, 19 de enero de 2015

la migración

- ¿Cuándo volverá la cigüeña? -preguntó la pequeña golondrina
La cigüeña era el doctor de toda aquella región. Iba con su pequeño maletín bien agarrado en sus largas patas y su espectómetro colgado del cuello.
- Ha dicho que volverá mañana -le respondió su madre, a la par que le dejaba un gusanito recién cazado en el pico.
- ¿Estaré bueno a tiempo?
- ¿Para la migración? Ya lo creo que sí, aún hace calor y no tenemos prisa -respondió la madre
Pero no pudo evitar que un pensamiento le cruzara por la cabeza. Pues en aquellas fechas solían emigrar al sur, y solo un verano que estaba siendo más largo de lo habitual les permitía poder salir un poco más tarde. ¿Cuánto duraría aquel tiempo?
- No os iréis sin mí, ¿no es verdad? -preguntó la joven golondrina
- Yo no me iré a ninguna parte sin ti -le respondió cariñosamente la madre
- ¿Me lo prometes?
Ella le dio un beso con su pico dorado.
- Te lo prometo -contestó
Porque no podía responder por lo que hicieran su marido y el resto de sus hijos.
Esa noche lo habló con su pareja:
- Tenéis que salir ya -le dijo- No podéis quedaros más tiempo.
- ¿Y quién se va a quedar con él? -preguntó él
- Yo me quedaré. Nos reuniremos con vosotros más adelante, en ese pueblo siciliano donde fuimos el año pasado.
- Cerca del volcán -rememoró él.
- Cerca del volcán -confirmó ella.
Los dos volvieron la vista a la luna llena. En sus pequeñas cabezas bailaban los mismos recuerdos. Fue él quien rompió el silencio.
- ¿Cuál es el diagnóstico? -preguntó, sin volverse a ella
- El doctor no lo sabe -respondió ella en un suspiro
- ¿No lo sabe o no quiere decírtelo? -preguntó el marido
Entonces ella se volvió hacia él:
- No me iré sin él
- Pero no esperes a que sea demasiado tarde. Odiaría perderte -dijo él, mirándole a sus oscuros ojos.
- Y yo que me perdieras
Y ninguno dijo lo que les pasaba por el corazón. Porque aquella última noche les sonaba tan salada como una despedida. Ninguno se atrevía  a decirlo en voz alta; hubiera sido reconocer que su pequeño podía morir, que ella podía quedarse encerrada en un invierno demasiado crudo.

Los hermanos también estaban despiertos, alejados del nido y hablando en susurros que, a un extraño, solo le hubieran parecido chisporroteos desafinados.
- Si no hubiera comido esas bayas... -decía el más joven
- Entonces tú las hubieras comido antes, y estaríamos igual -dijo otro
- Siempre quería ser el primero -terció otro
Durante unos instantes se hizo el silencio.
- ¿Qué ha dicho el doctor? -preguntó el joven
- Nada definitivo.
- Eso es malo.
- Muy malo.
- Lo peor -remató el joven, sintiendo una gran tristeza

A la mañana siguiente bajó un viento frío de la montaña.
- No esperéis más -dijo la madre, preocupada.
- ¿Y el enfermo? -preguntó el padre
- Duerme, no lo molestéis. Ya nos reuniremos.
- Cerca del volcán -dijo él, y se puso a volar. Los pequeños le siguieron.

Ella suspiró. No se lo había dicho a nadie, pero su pequeño había muerto durante la noche. Y ella ya sabía lo que tenía que hacer: se quedaría al lado de su cuerpo esperando al frío invierno para así morir con su pequeño y, en el cielo de los pájaros, seguir con él. Su marido cuidaría de los otros, la poca ayuda que ya podían necesitar. Porque ya eran mayores y pronto serían independientes. ¿Y ella? Ella era una fruta que ya había madurado y que le tocaba hundirse en el suelo para, con su pequeño, ser el fruto de un mañana mejor.

viernes, 16 de enero de 2015

a mis espaldas

La reunión se alargaba. Les sexagenarios habían desarrollado la costumbre de reunirse después de la comida en la terraza del asilo. Allí tomaban café o alguna bebida caliente. Y la mayoría hubiera preferido estar dentro, viendo la tele o echándose la siesta. Pero no se atrevían.
- Uno de ellos es el que les ata. Pero no sé quién -comentaba una enfermera a su compañera
- Ninguno de ellos tiene un gran carácter. Tal vez sea Concha.
Concha era uno de los viejos más invisible para las enfermeras. Nunca hablaba con ellas pero les sonreía a menudo, como si creyera que así conseguiría algún trato de favor. Y era extraño, porque la mayoría de los viejos o no se molestaban por caer bien a las jóvenes enfermeras o les tenían miedo, como niños pequeños que temieran estar en falta.
Y las enfermeras no estaban del todo descaminadas en sus elucubraciones; si nadie se atrevía a retirarse del café era justamente por el silencioso imperio de Concha. Y no es que fuera una vieja ofensiva o insoportable; al contrario, a todos les gustaba hablar con ella. Pero todos habían descubierto que, en cuanto uno de ellos estaba ausente, Concha lo hacía notar. Y sus comentarios eran tales que, aún con apariencia inocente, daban comienzo a toda una racha de críticas. Para cuando terminaba la hora del café, los viejos descubrían que habían descuartizado sin piedad la memoria de uno de ellos por el simple pecado de estar ausente en la hora del café. Se sentían entonces avergonzados y evitaban mirarse mucho más a la cara. Pero, de nuevo, doña Concha sabía tranquilizarles. De alguna forma resaltaba que no podía soportar a los criticones. Y todos respiraban aliviados, pues era evidente que doña Concha les prestaba su favor y, por tanto, no pertenecían a aquella horrible raza de los criticones.
Y, sin embargo, nadie se atrevía a ausentarse de la reunión.
Un día pasó algo inesperado: fue la propia doña Concha quien se ausentó.
- ¿Está enferma? -preguntó un anciano recién llegado a la Residencia.
- Mala digestión. Los médicos le han prohibido levantarse en toda una semana -dijo el que más estaba con ella. Si hubieran tenido sesenta años menos, habría sido su novio. Tal y como estaban las cosas, pasaba por su lugarteniente.
- Es extraño que nos reunamos sin que ella esté presente. Concha siempre es... -comenzó a apuntar un tercero.
Pero entonces pasó algo singular. Todas las miradas se levantaron hacia el recién llegado, esperando que comenzara la crítica de doña Concha. ¿Caería ella bajo el mismo yugo con el que tantos habían sufrido bajo su imperio?
Pero el que hablaba, viendo la expectación creada, calló de repente. Confuso.
Y nadie se atrevió a decir ni una palabra en contra de doña Concha. Se sintieron, sin embargo, aliviados.
- Aún nos queda vida -dijo uno de ellos al rato, al hilo de otro tema. Pero todos le oyeron y se sintieron gratificados.
Y, antes de que terminara la hora del café, uno de ellos se levantó y dijo con renovado optimismo:
- Creo que me voy a ir a dormir un poco
Y les miró como interrogándole. Hasta que uno de ellos contestó:
- Harás bien. Podrás dormir tranquilo.
Era un hermoso día.








jueves, 15 de enero de 2015

el jenífaro

- Me llaman el jenífaro -dijo la ardilla más pequeña en la reunión de todas las ardillas del bosque. Había llamado la atención con su cola, que había trenzado como si fuera una coleta.
- ¿Y no te molesta al saltar? -preguntó una
- ¿Qué es un jenífaro? -preguntó otra
Los pájaros hacían como que no existía aquella ardilla rebelde. Ya estaban acostumbrados a que, cada tanto, surgiera una rara. El búho, por su parte, pensaba "no es jenífaro, sino jenízaro, idiota, y es una palabra que viene de un país del que nunca habrás oído hablar". Pero no dijo nada, aunque tampoco evitaba mirar. Solo que tenía sueño porque, como todo el mundo sabe, los búhos duermen por el día.

Las otras ardillas no sabían muy bien a qué atenerse. Aquella joven atolondrada estaba acaparando la reunión anual, y aunque en su fuero interno se avergonzaban de ella, les gustaba que una ardilla fuera el centro de atención.

- Y un día haré que este bosque sea conocido por todos.
- Eso es algo que no me gustaría -gruñó el oso. Estaba de mal humor porque ya se había acabado la miel.
- Si un día te encuentro por el bosque, sabré que hacer contigo -dijo el zorro. No podía cazar nada por la tregua de la fiesta de primavera, pero toda aquella carne pacífica reunida sin huírle le daba hambre.
- Tenías que haber comido antes de venir. Son las normas, ya sabes -ululó el búho desde lo alto
- Normas a mí -murmuró el zorro.
Pero no se atrevía a romper la tregua. Los suyos no le perdonarían y alguno de los animales mayores, como los osos, podrían enfadarse mucho. No es sabio enfadar a un oso.

En aquel momento la ardilla jenífaro -o jenízaro, como hubiera corregido el búho- se paseaba ufana. Quería enseñar a todo el mundo su cola trenzada, y aunque sentía cierta vergüenza se esforzaba por no manifestarla.
- ¿Tienes que pasearte así? -le susurró uno de sus hermanos
- Soy el jenífaro -dijo ella, como si fuera un mantra que había de salvarle la vida.

Y en efecto se la salvó. Mucho tiempo después, cuando el hambre obligó a la ardilla a dejarse de juegos estúpidos y madurar, cayó en un trampa que un zorro le había puesto. Y cuando se vio perdida y a punto de que el otro le hincara del diente, dijo con voz trémula:
- Soy el jenífaro
Y el zorro, creyendo que allí había alguna astucia escondida que podía acarrearle problemas y estos desconocidos, la dejó marchar. A veces cuando uno piensa demasiado pasan estas cosas.
Ella, por su parte, recuperó no solo la vida sino también la vanidad. Desde aquel día no dejó de proclamar su condición de Jenífaro, a pesar de que su apareciencia era la de una simple ardilla.
- Pero soy más que una ardilla. Soy un jenífaro -decía. Y luego contaba el milagro que le había acaecido con su depredador, de forma que muchas ardillas comenzaron a seguir ese juego y a definirse como jenífaros.
- Jenízaros, querrán decir -decía el búho cuando las oía parlotear.
Claro que, con el tiempo, los zorros se dieron cuenta de la trampa y ya no hacían tanto caso.
- ¡Que soy un jenífaro! -decían las ardillas acorraladas.
- Y yo un simple zorro -respondían sus depredadores con una sonrisa. Luego hincaban el diente porque, ya se sabía, la tregua solo duraba un día.

miércoles, 14 de enero de 2015

el ausente

Lo peor de tener una enfermedad que todos toman por incurable es que ya te tratan de muerto. Las visitas de los familiares son despedidas, las bromas de los amigos son esfuerzos para prolongar la amistad al más allá. Los niños plantean inocencias enternecedoras:
- ¿Y cuando te mueras me escribirás cartas?
Y así. Entonces pasa lo que nadie tenía previsto: te recuperas. La enfermedad tiene una odiosa probabilidad de éxito, pero tú justo pasaste la prueba. Ya ves: después de pasarte la vida perdiendo en todas las oportunidades, al final ganas en lo más inesperado. Y te conviertes en un milagro vivo.
- ¡Es un milagro! -no deja de proclamar tu apocalíptica hermana.
El doctor se muestra satisfecho pero prudente.
- Como siga usted así me va a acabar enterrando.
Tú ríes estúpidamente. No sabes cómo ha sido posible nada de esto y tienes miedo de forzar la mano con un chascarrillo fuera de lugar. Que todo el mundo lo sabe: nada hay peor que una recaída, desde el catarro hasta el tabaco o las mujeres perdidas.
- ¿Entonces usted cree que podré levantarme de la cama? -preguntas humildemente
- ¡De la cama! En un mes ya le veo jugando al tenis
El doctor no lo sabe, pero el común de los mortales no suele jugar al tenis. Tal vez ellos, los médicos, sí que pueden dedicar sus horas de ocio al tenis, al golf y al pádel; y los fines de semana se reunirán en casa de uno de ellos para jugar al bridge y bromear sobre sus enfermos.
- Pues he tenido un caso de lo más curioso. Al final el tipo se levantó -diría rememorándome
- Cualquier diría que te da rabia -le comentaría la mujer de uno de sus amigos de la universidad, la misma que querría acostarse con él.
- Bueno, no sé muy bien cómo lo ha hecho.
- Los enfermos no deberían tener tanta libertad -diría el marido de la futura amante.

En todo caso, lo peor ha sido volver a trabajar. Después de seis meses de baja, uno era una ausencia en vías a desaparecer del mapa. Habían contratado a otro para que ocupara mi lugar y muchos ya me tenían como "aquel amigo querido". Una de las secretarias incluso tenía una foto mía al lado de una vela.
- Pero si todavía no me he muerto -le dije
- Bueno, ya sabe usted que me gusta adelantarlo todo -me ha respondido
El jefe no sabía muy bien dónde meterse.
- Estamos muy contentos con el nuevo empleado y... ejem... tal vez no le importaría que le reasignáramos a un nuevo departamento.
- Estando a punto de morir se entiende mejor las prioridades. Todo es agradablemente inesperado. -le respondí
- Me alegro de que se lo tome con tanta filosofía. Claro que yo mismo no... su experiencia, ya me entiende.
Y yo asiento para sacarle del atolladero. Cuando salgo de su despacho me dirigo al almacén de suministros para que me den el nuevo uniforme.
Porque ahora seré el botones de la oficina. Resucitado, eso sí.

martes, 30 de diciembre de 2014

el conejo viajero

Érase un conejo que viajaba por el mundo. A su lado siempre se encontraba un pequeño ratón. El conejos se llamaba don Raimundo; el ratón, Esteban. Eran inseparables.
En una ocasión fueron a visitar a la tía de don Raimundo. Se encontraba esta en sus últimos momentos. Cerca de ella vivía el mayor de los hermanos de Esteban el ratón.
La tía murió a los pocos días cuando aún se hospedaban los dos amigos en la casa. Y, con esas casualidades que la naturaleza brinda de vez en cuando, el hermano mayor de Esteban sufrió un accidente en el trabajo; de resultas enfermó del tétanos, contra el que no estaba vacunado. Y en apenas unas semanas ya lo estaban enterrando.
Don Raimundo, que apenas se había recuperado tras la muerte de su tía, se desveló por su amigo para acompañarle en el dolor.
A los dos meses de estos sucesos, el cuerpo abuhado de policías recibió una llamada muy extraña: se trataba de don Raimundo, a quien habían encontrado por la calle deambulando como un sonámbulo. La policía lo llevó a su casa y allí descubrieron el cadáver aún caliente de Esteban.
- ¡Yo lo maté, yo lo maté! -confesó don Raimundo -fui yo quien le pedí que preparara una taza de té.
A primera vista, parecía que al ratón se le había caído el té y que luego se había derramado sobre el charco. Vamos, un accidente de lo más tonto y una muerte estúpida. El golpe en la nuca había acabado con el joven.
La policía intento consolar a don Raimundo. Y es que a nadie le cabía en la cabeza que quisiera matar a su amigo o que lo hubiera hecho intencionadamente. Al contrario, el psicólogo del cuerpo, un pájaro carpintero muy viejo y muy sabio, intentó quitarle cualquier sentimiento de culpa.
- Es un accidente. Fue un accidente. Repítelo cada día. Debes repetirlo.
Y toda esta información le llegó, más o menos adulterada, a la joven ardilla Sherlica, que se encontró con don Raimundo en un barco que atravesaba el canal de la mancha. Como era un ardilla metomentodo, siguió a don Raimundo en sus travesías parisinas, y así descubrió que llevaba el cuadro de un famoso pintor que quería vender.
Entonces Sherlica se puso a investigar, y descubrió que Esteban no había sufrido ningún accidente, sino que don Raimundo lo había asesinado a sangre fría y luego se había dado a aquella actuación. Y el motivo no era otro que el de apoderarse de aquel cuadro, que a Esteban le había legado su hermano moribundo hacía unos meses.
Sherlica quiso denunciar todo esto a al cuerpo abuhado, pero estos no quisieron hacerle caso. "Caso cerrado, caso cerrado"
Por eso fue que Sherlica se voló los sesos con una magnum.
Para llamar la atención.

viernes, 26 de diciembre de 2014

el rico

- Lo que no sé es para qué queremos tanto dinero si no podemos utilizarlo.
No le escuchó sino que siguió contando las ganancias sobre la mesa.
- ¿Me has oído? -preguntó su sobrino
- Todo llegará, llegará... llegará -murmuró su tío, avaricioso, contando los billetes mientras murmuraba la última palabra.
El joven tragó saliva y dijo aquello para lo que llevaba todo el día armándose de valor:
- Esta tirde queiro ir la cine -dijo, trabucándose con las palabras
- Llegará, llegará... llegará -respondió su tío, repescando la última palabra que otra vez fue a perderse en las profundidades del silencio.
- Al cine -repitió su sobrino.
Su tío levantó la mirada. El joven tragó saliva.
- ¿Para que te sirve la conciencia?
El joven no supo qué responder. No entendía.
- Para modelarla. Y lo mismo el dinero, jovencito. La pobreza es el reino de la mayoría y nosotros nos mantenemos aparte con el dinero acumulado. ¿Quieres ir al cine? Adelante. Tienes dinero para gastarlo, ¡gástalo! Pero no dejes de trabajar para obtenerlo.
- ¿Te parece bien que vaya? ¡Guau eso es genial! No me lo esperaba. ¡Gracias, tío! Además de que no iré solo.
Pero ya el tío se había vuelto a enfrascar en sus cuentas.
La puerta se abrió de repente y entraron los tres renacuajos:
- ¡Hola, tío Donald! -gritaron al unísono.
Su tío se los llevó rápidamente de allí. No quería que pusieran de mal humor al viejo.
- ¿Para qué habéis venido? -preguntó afuera
- Íbamos por la calle, patinando...  -comenzó uno
- Y nos encontramos a Daisy -siguió otro
- Y nos dijo que, si tenías suficiente valor para preguntárselo al viejo, iríais al cine.
Entonces los tres, al únisono, exclamaron:
- ¿Es verdad?
Donald sonrió con suficiencia.
- ¿Que si yo tengo valor para preguntarle algo así al viejo? Ni se lo pregunté. Simplemente le informé para que luego no se estuviera preguntando dónde andaba.
- ¿Y qué hace ahora el viejo?
- Está ahí adentro, contabilizando su conciencia, como siempre.
Al rato se fueron todos. Donald les prometió a sus sobrinos comprarles unas golosinas. En cuanto cerraron la puerta, Gilito abrió la suya y, viendo que no había moros en la costa, corrió hacia el teléfono.
- ¿Telepizza? Quiero una cuatro quesos, bien grande. Hoy espero a una invitada.
Luego colgó. Aquel día esperaba a la viejecita que se había encontrado recientemente en el banco. Se habían citado en la oficina y, cuando ya desesperaba para quitarse de encima a su sobrino, este había salido con el plan del cine. Menos mal.
Desde que había conocido a la señora todo su dinero le sabía a poco. Menos que a poco: a nada.

martes, 23 de diciembre de 2014

la libretita de hello kitty

- Dígame cuándo se produjo el... robo- eligió la palabra con cuidado.
- Ya se lo he contado a su compañero. Iba bajando por la calle cuando vi, en la esquina de enfrente, a un chulo pegando a su puta. Entonces me paré aquí, en la esquina, para gritarles que pararan. Maldita sea, quería ser un buen ciudadano. Como esos que salen en las películas, ¿sabe usted?
- Me hago a la idea -contestó el policía. Iba de paisano, así que el denunciante supuso que sería alguien con un cargo más alto que el común de los picoletos. De un bolsillo comenzó a sacar algo.
"Cigarrillos, imagino", pensó el buen ciudadano en medio de su declaración. Pero en su lugar apareció una libretita para tomar notas de color rosa. En la pequeña portada estaba pintada una hello kitty y debajo, en letras fosforecentes, "Hello Kitty". Por un momento perdió el hilo de sus pensamientos.
- ¿Qué decía? -acertó a preguntar al fin
- Le animo a que prosiga, caballero. Se ha quedado usted en la esquina, vociferando a una pareja que había visto en la esquina de enfrente.
El otro siguió, aunque no podía apartar la mirada de la libretita.
- Sí... entonces surgieron como de la nada el grupo de latinos...
- Estarían a la vuelta de la esquina y le verían a usted gritar -intervino el policía
- ¿Cómo dice? -preguntó el joven mirando la libretita
- Prosiga, se lo ruego
- Sí, bueno, pasaría como usted dice. Para el caso, cuando me quise dar cuenta estaban alrededor mío empujándome y riéndose de mí. ¿Quiere usted saber lo que decían?
- Dígamelo
- "¡Qué pasa superman! ¿Dónde te has dejado la capa?" y cosas así.
- Entiendo
- Yo entonces... me asusté. Me ordenaron bajarme los pantalones y ponerme a cagar allí...
Se produjo un incómodo silencio. No hacía falta preguntarle si había obedecido, pues un excremento humano aún estaba allí, a unos metros de ellos.
- Y entonces me dieron esa piedra y me obligaron a que la lanzara contra el escaparate. Ya sabe usted el resto.
Sí, lo sabía, habían entrado en la tienda y se habían llevado lo que habían podido. Y no solo eso, al irse se habían llevado también los pantalones del agredido.
- Tendrá que acompañarme a comisaría para firmar la declaración.
El otro asintió. Le habían prestado unos pantalones que le quedaban demasiado grandes y su figura era patética.
"Y encima se sorprende porque llevo una libretita de "hello kitty"" Pensó el inspector.
"Será idiota"